Foto archivo Universidad de Antioquia, Facultad de Comunicación Social y Periodismo
Marianne Ponsford escribió en el prólogo de una antología suya llamada
“el libro de la vida”: “Son micro ensayos, cuadros delicados, instantáneas
literarias, reflexiones que parten del hombre, pasan por el tamiz de la
literatura y retornan al hombre. Son actos de fe en la palabra escrita”.
Palabras que describen no solo la narración que caracteriza a Juan José
Hoyos Naranjo, sino que lo describen a él.
Catalogado
como el mejor cronista colombiano de la década de los años 80, por su colega,
el periodista German Castro Caicedo.
Es muy probable que después de haber llegado a la
edad de la jubilación, Juan José invierta su tiempo en ver caer las flores
amarillas de los guayacanes que invaden la ciudad de Medellín, pues eso le
recuerda su niñez en el Barrio Aranjuez, en la comuna nororiental de la capital
paisa.
Su niñez se desarrolló en el oriente de Medellín,
lugar al que llego en 1953, año de su nacimiento. Ahí quedaron sus mejores
recuerdos, los que le definieron su vocación periodística, su gran sensibilidad
para escribir crónicas, novelas y su sobre todo, su amor por la docencia;
pasiones que lleva tatuadas en su ser.
Las grandes marcas de su niñez, las obtuvo de
diferentes episodios que vivió en su escuela, lugar donde aprendió a leer y a escribir
de la mano de su profesor, un arriero de pura cepa; con él también aprendió a
apreciar la belleza de las mujeres, que sin maquillaje, se asemejan a las flores de los balcones de
las grandes casonas de los parques de Medellín.
En su juventud disfrutó de los parques, los cafés,
las heladerías, el cine, el bolero y hasta el mismo tango. Experiencias que le
llenaron su imaginación de relatos e historias que se tejían a diario entre los
transeúntes que pasaban por su frente, en su barrio, en su ciudad.
En plena adolescencia Juan José tomo una de las decisiones
más claras de su vida: se declaró agnóstico, a pesar de estar cursando su
secundaria en un colegio católico en el Municipio de Itagüí, pues si bien allí
aprendió a apreciar y a disfrutar la literatura universal, también encontró
argumentos para revelarse contra el sistema eclesiástico y alejarse de la
Iglesia Católica.
Cuando dio el paso a sus estudios universitarios
divagó un poco entre la arquitectura y la sociología, pero su pasión por la
lectura y su amor profundo por la escritura lo llevaron a decidirse por
estudiar periodismo en la Universidad de Antioquia. Mientras cursaba esta carrera, conoció al escritor
Manuel Mejía Vallejo, un suceso que le cambió la vida, porque como el mismo lo
dice: “Él me impresiono mucho como persona y fue el gran escritor vivo que
conocí, porque los demás que había conocido eran valiosos, pero no tan valiosos
para mí, pues Vallejo tiene un mundo muy propio, muy de él”.
El
periodista, el cronista y reportero
Mientras se desempeñaba como corresponsal para Medellín,
del periódico bogotano El Tiempo, fue marcando diferencia en el periodismo
informativo, desempeñándose como un gran cronista y reportero, logrando
cautivar al lector con sus historias, las cuales eran contadas en primera persona,
imponiendo de esa manera un estilo llamativo. Sus escritos marcaron un hito en
el periodismo narrativo colombiano; entre los mas recordados se encuentran: “Un fin de semana
con Pablo Escobar”, “Un beso antes de morir”, “La guerra del corazón y la cruz”,
la historia de la familia del futbolista John Jairo Trellez, la crónica sobre
la grabación de la película del cineasta colombiano Víctor Gaviria “Rodrigo D.
No futuro” y “La fiebre y maldición del
oro en Remedios”, una población del departamento de Antioquia.
Juan José ama el periodismo, él mismo lo dice; sin
embargo tuvo momentos en los cuales se contrarió fuertemente con los patrones
del periodismo informativo, que no permiten el desarrollo de la imaginación,
por estar aferrados a un discurso netamente objetivo. Es por ello, que se
exiliaba en la escritura, en la narración de historias, siguiéndole la
recomendación al periodista polaco Ryzard Kapuscinski, trabajando en ese “doble
taller”, para no perder la costumbre de la escritura; de esta manera llegó el
libro: “El cielo que perdimos”.
En los momentos de la escritura de su libro, Juan
José se dio cuenta que el periodismo colombiano estaba quitándole espacio a la
crónica; fué en ese instante en el que
decidió renunciar a su labor como corresponsal del periódico El Tiempo, para
darle cumplimiento a la promesa que le había hecho a su amigo Ernesto Sábato,
quien en una visita a Medellín, le había hecho jurar que iba a dejar de lado la
labor periodística, pues esta prostituye el alma, al no dejar plasmar en los diarios
historias sensibles, para darle mayor espacio a los hechos que son considerados
noticias.
La historia de su renuncia la plasmó en el prólogo de su libro de
crónicas “Sentir que es un soplo la vida”;
ahí, en ese prólogo, cuenta con nostalgia como los periódicos colombianos se
olvidaron de la lección de Scheherazada en “Las mil y una noches”: las
historias son poderosas. «Si la joven escapó a su destino fue porque supo cómo
esgrimir el arma del suspenso, el único recurso literario que surte efecto ante
tiranos y salvajes».
Los libros y la docencia
Ser profesor ha sido la actividad que más ha
marcado su vida, su esencia. En clase, su palabra más repetida era: IMÁGENES, “hile el texto a punta de imágenes”. Frase
que no solo deja plasmada en sus alumnos, sino que también plasma en su prosa,
en su narración:
"Las ratas salen de sus madrigueras y tratan de cruzar las calles,
desafiando los carros que pasan, en busca de comida. Algunas mueren en su intento,
bajo las ruedas de un taxi, otras logran refugiarse en algún lote abandonado,
en una bodega o en un parque. Pero las ratas no son las únicas que se han
quedado solas en el barrio desde el día que se fueron los vendedores de
alimentos de "El Pedrero": asomadas desde los balcones de los hoteles
o las ventanas de las pensiones, las prostitutas miran la gente que pasa; algunas
leen fotonovelas, sentadas en las escaleras que dan a la calle" (Juan José
Hoyos. “La última muerte en Guayaquil”.
El Tiempo, 16 de septiembre de 1984)
Luego de haber renunciado a ser periodista de
tiempo completo del periódico El Tiempo, Juan José, empezó a dar sus primeros
pasos en la academia. Su salón de clases estaba en la misma facultad de la cual
se gradúo tiempo atrás, la Facultad de Comunicación social y Periodismo de la
Universidad de Antioquia. En ese lugar volvió a encontrar ese refugio que había
perdido, el refugio en los libros, las historias y la escritura.
En sus cátedras siempre contaba una historia anecdótica,
hacía que sus alumnos viajaran con él en el tiempo, se metieran de lleno en la
historia, se creyeran personajes y disfrutaran obviamente de la escritura de
esa nueva historia, que surgía de aquel relato que el “profe Juan José” les
había contado en esas dos horas de clase. Una de las historias que más impacto
generó entre sus alumnos, fue la del tambor hurtado de la tribu indígena Emberá
Katios, “¡Que devuelvan el tambor!”, con la cual les demostraba a sus nuevos
aprendices que las historias bien contadas, le dan a las palabras un gran poder;
pues al final el tambor regreso a las manos de su dueño.
La mayoría de sus alumnos, eran estudiantes
regulares de la carrera de Comunicación Social y Periodismo, pero como su
vocación docente era algo innato, se convertía en profesor de todo aquel que quisiera aprender de él. Un día
en su casa de descanso, en las afueras de la ciudad de Medellín, le enseñó a su
amigo Iván Gaviria, a ver los muertos a través de la lectura; al principio Iván
estaba un poco incrédulo, pero cuando Juan José le leyó un párrafo de algún libro,
Iván le creyó y aprendió que sí era posible hablar con los muertos a través de
los ojos, a través de la lectura.
El “profe Hoyos”, otro de los apodos que le tenían
sus alumnos, era un apasionado por la lectura;
creció en una familia amante de los libros, él recuerda que la única
herencia que su abuelo Juanito Hoyos le dejo a su padre, fue un diccionario
Larousse. Pero a él le dejo la mejor de las herencias: el amor por los libros y
la escritura.
Ese amor por los libros lo saco de muchas dudas, en
ellos siempre encontraba la respuesta; los libros siempre fueron y serán esa
mano amiga que más se necesita en un momento de ayuda. Como lo dijo Emily
Dickinson: “hablando de
los libros y de los poemas, ellos son la pequeña palabra desbordante / de la
que nadie oyéndola diría / que esconde amor o lágrimas / pero aunque pasen las
generaciones / maduren las culturas / y decaigan / sigue diciendo". Así mismo lo afirma Juan José.
Como todo amor da frutos, que algunos suelen llamar hijos, ese gran
periodista, escritor de crónicas, también escribe buenas historias, buenos
hijos, que son parte de la literatura colombiana. En sus ratos libres se dedicaba a
escribir historias, que después harían parte de sus libros; entre los más
destacados estan: “El oro y la sangre”, un reportaje con el que gano el ganó el
Premio Germán Arciniegas en 1994. Más adelante publicaría una de sus más
preciadas joyas, “Escribiendo historias, el arte y el oficio de narrar en el
periodismo”, un libro que cuenta los secretos del arte de narrar historias que
logren involucrar al lector dentro de las mismas. En su libro “Viendo caer las
flores de los guayacanes”, recopila las mejores crónicas publicadas en el
periódico El Colombiano.
Sus libros y sus relatos son tan propios de la literatura colombiana,
con una narrativa tan mágica, que su libro “Tuyo es mi corazón”, fue convertido
en una telenovela bajo el mismo nombre.
El futbol y
su amor por el Deportivo Independiente Medellín “DIM”
Juan José es un hombre común y corriente, que
prefiere pasar de bajo perfil, caminando por su Medellín, tomándose un café o una
cerveza con sus amigos, hablando, conversando, haciéndole alarde a su pasión,
la de contar historias y obvio, la de hacerle fuerza a su equipo de futbol.
Es un fiel hincha del equipo del pueblo de su
ciudad natal, Deportivo Independiente Medellín “DIM”. Esta pasión y amor, la
demostró desde que era muy pequeño, ya que recitaba a la par el catecismo del padre
“Astete” y la alineación de su equipo; pues si podía rezar para entrar rápido a
la escuela como era la obligación en ese tiempo, también podía rezar para que
su equipo quedara campeón.
Se autoproclama un perdedor, pues en la vida se ha
ganado una rifa; según él, esta mala racha de suerte tiene que ver por ser un
hincha incondicional del DIM, el equipo del pueblo; un equipo al cual los
hinchas del otro equipo de la ciudad, El Nacional, le dicen el equipo de los
perdedores.
El primer álbum que llenó, fue el del equipo de su época de niño, con las
laminitas de “el Caimán Sánchez, Pedro Roque Retamoso, Antonio Pécora, Felipe
Marino y toda esa gente.” Lo recuerda muy bien, pues le gustaba admirar esas
“laminitas”, ya que eran las fotos en primer plano de la alineación que sabía
recitar al igual que las lecciones de la escuela. Esta pasión por su equipo la
compartía de igual manera con su hermano Gabriel, con quien en las noches
sostenía largas conversaciones sobre el DIM y las alegrías que su equipo les
brindaba cuando juagaba un partido, porque sus jugadores se lucían en la
cancha, haciendo goles desde la mitad, así como los que solía hacer Ricardo
José María Ramaccioti.
Jugó futbol
en las canchas de los barrios Aranjuez y Santa Cruz, se convirtió en un
medio campista de los “tesos”, “calidosos”, por su buen estado físico, que le
permitía recorrer la cancha de arriba abajo, en todos los 90 minutos que
duraban los encuentros futbolísticos, en los cuales participaba.
Cuando vivió
en Itagüí, jugo un campeonato de futbol, en el cual con su equipo, Instituto de
Credito Territorial, no perdió ni un solo partido. De ese equipo él y sus
amigos, pasaron a ser parte de las líneas inferiores del DIM; allí Juan José
jugó y gozó parejo, disfrutó de su gloria deportiva y vio como amigos suyos
cumplían el sueño de llegar a ser titulares de su amado equipo. Rafael, su gran
amigo, se convirtió en portero y Willian, su hermano, llegó a ser titular de la
selección Colombia.
Años después
abandonó el futbol, pues sus estudios universitarios le acarreaban mayor
dedicación, y como él mismo lo dice, empezó a ser parte de la nómina de otro
equipo, el equipo de los periodistas.
Sin embargo,
casi treinta años después, sigue apoyando a su equipo; acude pocas veces al
estadio, pues le teme a los enfrentamientos de las barras bravas del Nacional y
del DIM, y, para evitar riesgos prefiere no ponerse “la roja”, como le suelen
llamar a la camiseta del DIM. Por eso prefiere hacerle fuerza a su amado
Medellín en su casa o en “Los
Manguitos”, una tienda de barrio, lugar en donde se encuentra con amigos como
Jorge Martínez, un santandereano que comparte su amor por el Deportivo
Independiente Medellín, con quien
discute los partidos, critica las alineaciones y comparte la ilusión de ver
coronarse campeón a su equipo por sexta vez.
Su álbum de
láminas, se perdió en alguno de sus tantos ires y venires; pero un día después
de que el DIM se ganara la tercera estrella contra el Deportivo Pasto, decidió
ir a buscar a su amigo de infancia Ignacio Díaz, un hincha fiel como él, pero
que sí tiene un álbum con todas las mejores fotos de su equipo, un álbum de
esos que cuenta la historia del equipo, a punta imágenes y de recuerdos tan
sagrados como las colillas de los boletos de entradas al estadio. En total son
más de 40 años de historia contenidos en un libro de contabilidad, que será
heredado por el hijo de su amigo, por Federico, otro joven hincha del DIM, que
comparte y entiende ese amor que se tiene por un equipo de “perdedores”, por el equipo rojo de la montaña.
Entre las crónicas, los reportajes, las historias, las
novelas y el fútbol, se describe a Juan José Hoyos, un periodista paisa, que
habla con los muertos cuando lee libros pero que además, saluda a sus lectores
a través de sus historias, que hacen que la vida se pase en un soplo. Un hombre
de bajo perfil, un hombre que le cumplió la promesa a su amigo Ernesto Sábato y
se retiró temprano del periodismo, para dedicarse a lo suyo, a la escritura
mágica.