10
de diciembre de 1993, clima propio en la ciudad de la eterna primavera,
Medellín, no se tenía, pero para mí, era un día soleado, un día en donde las
golondrinas se paseaban por mi ciudad compartiendo mi felicidad, pues era el
día en que ese sueño tan anhelado por una niña de 7 años, que para ese entonces
era hija única, se hacía realidad, pues llegaba mi hermano, mi compañero de
juegos y mi mejor amigo y mi confidente de por vida, era el día en el que se empezaba
a tejer esa amistad y esa compincheria que se tiene entre hermanos.
La
casa estaba arreglada, mi cuarto, que desde ese entonces pasaría a ser su
cuarto, estaba organizado, de manera estratégica para recibir ese nuevo miembro
de la familia, que desde hacía mucho tiempo estábamos esperando, en especial
yo.
Es
cierto, Daniel no llego como llegan todos los bebes, que, para la inocencia de
una niña de 7 años, llegan a través de un balón que se esconde en la barriga de
la mama, no, a Daniel lo trajo la esperanza, el deseo, el anhelo, lo trajo la
navidad.
Desde
el momento en el que recibí la noticia de que mi hermanito llegaba a casa en
pocas horas, la ansiedad me empezó a brotar por los poros, no sabía qué hacer,
como actuar en ese tan esperado momento; mi mamá no sabía qué hacer conmigo, mi
papá mucho menos, pues ellos trataban de explicarme la manera en cómo debía de
recibirlo, pero a su vez entendía mi desespero, pues mi mayor sueño se estaba
empezando a convertir en una realidad. Es más, creo que por eso fue que me
enferme, porque mi sueño más anhelado se había hecho realidad y yo no sabía cómo,
ni cuando, ni mucho menos donde había ocurrido todo. A pesar de que mi padre es
médico y mi madre es enfermera, se preocuparon tanto que salieron conmigo para
urgencias, pues ya mi estado de ansiedad para ellos no era algo normal y
también ellos estaban ansiosos, lo que no les permitía actuar como galenos,
frente a su hija, que se encontraba en un shock de felicidad latente por esa
nueva vida de pilatunas que estaba por comenzar.
Recuerdo
tan bien la oficina en la que lo estábamos esperando, recuerdo que era como
amarilla, ubicada dentro de una vieja casona de la zona céntrica de la ciudad
de Medellín; así mismo recuerdo también que llego una señora con un bebe muy
grande en sus brazos, que llego con mi hermanito, con una bolita, una bolita
que era mía, solo mía, porque era mi regalo, era mi esperanza.
Los
días pasaron, Daniel empezó su proceso de identificación y de crecimiento,
llenado mi vida de alegría.
Dos
años más tarde llego nuestro compañero de juegos, Tobías, un lobo siberiano,
que sería nuestro perro y ahí si se nos completó la familia, papá, mamá, hija,
hijo y mascota; yo tenía como unos 10 años y me sentía plena, pues no tenía más
que pedirle a la vida, ya que esas eran mis felicidades completas.
Disfrutaba
de ver llegar a mi padre de sus turnos médicos a jugar con Tobías y Daniel,
revolcándose en el suelo, entre risas, balones, ladridos y juegos, así como
también me producía una felicidad infinita escuchar a Daniel, cuando de la nada
salía gritando por el pasillo cada que llegaba visita a la casa, para ofrecerlo
de la manera más tierna y amable “¿Quiere un tintico?”. Mi madre que siempre
estaba dispuesta a jugar con nosotros sin importar la hora, ni el cansancio que
tenía en su espalda y en su mente, por una larga jornada laboral en un hospital
público de alta complejidad, así mismo siempre estaba dispuesta a contarnos una
historia, ayudarnos con nuestras tareas y hacernos dormir como un par de
angelitos que la dejábamos descansar solo cuando estábamos dormidos.
Mejor
dicho, la familia perfecta, los momentos de reunión eran varios, eran eternos,
nunca se acababan y más con el humor fino de un niño de 3 años que siempre
salía con el mejor comentario para hacer el ambiente un poco más familiar y así
generar lazos para toda la vida.
Los
gritos, los llantos, las peleas, las corridas por los pasillos de nuestra casa
detrás de un perro que se nos robaba los juguetes, las conversaciones sin
sentido, hablar en inglés para que nuestros padres no entendieran nuestras
pilatunas, los secretos de hermanos que aún siguen guardados en aquel baúl que
ya no tiene llave, las despertadas temprano para sorprender a nuestros padres
con cualquier estupidez de niños, solo porque queríamos hacerlos felices.
Aún recuerdo el día en el que Daniel llego a mi casa, al que era mi cuarto a dormir
en la que era mi cama, lo recuerdo muy bien, como si fuera ayer y todo porque
aún sigo creyendo que ese fue el mejor regalo de navidad que me pudo dar el
destino para toda mi vida, no solo es mi hermano, es mi mejor amigo, mi
confidente, es aquel con el que siempre podre contar sin importar nada ni
tampoco esperar nada a cambio.
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